Hellinger desarrolla en este libro los mecanismos del alma que llevan a los grandes conflictos: las guerras entre pueblos y religiones. Allí se despliega el deseo de aniquilar. Según el autor, la convicción –que por lo general se conecta con una ideología- es responsable de la dinámica asesina que opera en los grandes conflictos. Se atribuye también cierta responsabilidad a la tranquilidad de conciencia con la que los antagonistas entran en el conflicto. La conciencia tranquila resulta de ver en el bando opuesto sólo lo malo y, en casos extremos, de negarle la condición humana.
La concepción terapéutica de Hellinger tiene una dimensión política, reconoce que los perpetradores son seres humanos implicados, al igual que todos los demás. El único camino posible para la sanación es reconocer que el asesino es también un ser humano.